©2010, Gerardo Horacio Porcayo |
Con el siglo XX y su época de acelerados descubrimientos, avances científicos y tecnológicos una cosa se hizo evidente tras pasada la primera década de arranque: este nuevo estado de la sociedad precisaba una literatura acorde, adecuada al cambio. Así nació la CF, hija del siglo de mayor adrenalina y progreso.
La CF no ha parado en su labor de avanzada, en todo caso se ha retraído, ha disminuido su discurso contestatario de frente a un hecho simple: todo autor precisa publicar y la vía crítica a un sistema coercitivo siempre genera censura, una que sólo puede eludirse bajando el tono de protesta, haciendo como quien juega a jugar bajo las reglas.
Apagada, pero no acabada, la CF late y se revuelve en pos de una vía de adecuada expresividad acorde a estos tiempos. Al menos desde autores básicos. Al menos desde los verdaderos escritores que no quitan el dedo del renglón, que ven en su trabajo algo más que un medio para conseguir la subsistencia.
El hombre exploró los espacios interiores en los sesentas. Ahora jugamos a seguir haciéndolo a través de redes sociales y comunidades virtuales que cubren las necesidades afectivas de la misma manera que el angel face cubre los barros de un adolescente. Seguimos explorando, pero ya no en lo vital, sino en la efectividad de todos aquellos placebos que nos hagan creer que todo, en este mundo va mejorando.
Requerida, demandada como fuerza vectorial apropiada por los cerebros hambrientos de actualizaciones, la CF exploró, desde sus inicios, en los límites, en las fronteras mismas del horizonte de experiencias humanas. Exploró en el ánimo de obreros despedidos debido a la llegada de la máquina, debido a la sustitución de sus carnes frágiles por metales todo resistentes dispuestos a no agotarse y llevar a último término la encomienda más imbécil o mercenaria. Ahí estuvo Karel Kapek definiendo a los nuevos esclavos metálicos, mucho más eficientes que los de carne y hueso con un término checo que llegara para quedarse: robot.
La sociedad, la misma CF, no puede ya pensarse sin el término robot y esa, justo esa clase de sesgo de pensamiento es la que hace que todo chirrie hacia un naufragio increíble.
Somos los náufragos de nuestro propio navío de exploración que ha preferido alejarse apenas unas leguas de la orilla, por seguridad; pero que no se atreve a cruzar a nado esa distancia de regreso a la playa.
Hoy en día celebramos el nuevo nacimiento de mascotas robóticas en Japón con el mismo entusiasmo con el que algunos celebran la llegada de las real doll: prostitutas artificiales, personalizadas que nos evitan el amargo trance de tratar con la psique femenina y sus abismales diferencias de pensamiento.
La CF exploró antes que la sociedad en conjunto esa vena. ¿Quién no recuerda a Lester del Rey y su Helen O'Loy? ¿Quién no recuerda esa aventura interracial que propusiera Farmer con Los Amantes? Y así, hasta llegar a Sturgeon y su Venus más X, a la misma antología Extraños compañeros de cama y las cintas extremas japonesas con monstruos tentaculares cuya tradición iniciara de manera definitiva La Blue Girl.
La velocidad del tren parecía ya exagerada y hubo quienes aseguraban que transportes más veloces licuarían por entero los cerebros humanos y provocarían como síntoma innegable una hemorragia nasal y ótica.
La CF, sin embargo, no se amilanó, ni siquiera en tiempos anteriores a la existencia misma de la afortunada etiqueta de Hugo Gernsback. Ya Verne (sí, el meritito padre de la CF dura) lanzó a su equipo hacia la luna a través de un cañón con suficiente potencia como para darle a la bala, la cápsula tripulada, velocidad de escape. Ya Wells mandaba a sus exploradores a la superficie selenita sin temor alguno a diferencias gravitacionales.
El hombre, aseguró siempre la CF, está construido de manera tal que nada puede ser capaz de derribarlo. El hombre como cúspide evolutiva.
Requerida, demandada como fuerza vectorial apropiada por los cerebros hambrientos de actualizaciones, la CF exploró en los límites, en las fronteras mismas del horizonte de experiencias humanas.
Ya otro teórico se aventuró antes que la CF en las peculiaridades de una fuerza psíquica que todo mundo se empeñaba en negar, excepto la iglesia. Freud señaló al sexo como vector fundamental de todo comportamiento humano y hubo sonrojos, miradas, pensamientos escandalizados que hasta ahora no dejan de tener ecos incluso dentro de las mismas academias de psicología. ¿Quién tomó la estafeta sino la CF? Ah, en ese plano hay y siguen existiendo grandes maestros del erotismo que narran, visitan nuestras más locas incursiones, pero que rara vez pasan de ahí. La CF lo que hizo fue estirar la membrana de separación entre el erotismo y la pornografía (más acá, en muchas ocasiones del Marqués de Sade) para intentar describir un hecho que todo mundo daba por supuesto: la tecnología y la ciencia (Freud como paradigma de ella) nos iba a librar de los monstruos de la líbido, nos iba a hacer una sociedad sana. La CF que exploró en el sexo negó rotundamente esta falacia y señaló, en cambio, el sustituto extremo de las futuras parafilias cuya sombra ya puede explorarse en los sitios pornográficos que habitan la internet.
El espacio era sólo la frontera más evidente tras conquistar el aire, tras el primer vuelo de los hermanos Wright; la frontera tan ansiada desde tiempos inmemoriales. Hoyar su materia ilusoria de luceros, planetas lejanos se transformó en una pulsión que alcanzara cimas políticas en la década de los sesentas.
El espacio no importaba como fuente energética, sólo como grito de supremacía de una nación. Pero hubo pocos que lo entendieron así. Muy pocos, de hecho. La mayor parte de los cultivadores de la Space Opera prefirió hacer coro a ese himno triunfal y mostrarnos al Homo Sapiens más que como el fin de la cadena evolutiva, como la punta de la pirámide en una cadena alimenticia. El hombre como depredador del mismo hombre y, más allá, de los humanoides, de los extraterrestres, siempre agresivos, siempre enemigos por muy poca o por su exagerada monstruosidad.
El primer cambio, en ese sentido se hizo patente con la llegada de los 50's. A los escritores de CF más preocupados por el ser humano mismo ya no les importaron más los detalles astronómicos, armamentísticos o tecnológicos sino el conflicto cultural del choque de dos culturas (la terrícola y la alienígena). Quien no recuerda Noche de Luz de Philip José Farmer, con el Padre John Carmody luchando por subsistir en un planeta de pesadilla como lo era Dante. Quién ha olvidado las colonias marcianas de Dick, siempre instaladas en lo paupérrimo, siempre en la huida conceptual por la puerta fácil de las drogas. ¿Quién no?
Tener un auto, una casa en la playa, un tocadiscos representaba un estatus, una marca de genuino progreso que pronto los autores de CF empezaron a identificar con la alienación a través de la exageración, de la proliferación de artefactos mecánico/eléctricos para una comodidad cuyo coste operativo pronto quedaba invisible para el usuario promedio.
Dick, en ese sentido, vanguardista por excelencia, siempre llevó la batuta al retratar en UBIK (novela cara a este consejo editorial, a esta Langosta entera) el extremo absurdo de la automatización cuando nos mostraba a Joe Chip peleando con la puerta homeostática, con cada uno de los electrodomésticos inteligentes, dependientes o más bien representantes de un gobierno caníbal y represor, para conseguir que funcionaran pese a un hecho simple: empleado de baja categoría, sus créditos ganados con esfuerzo no le bastaban ni siquiera para cumplir con las más elementales necesidades.
Es en ¿Sueñan los Androides con ovejas electricas? donde el mismo Dick, en boca de uno de sus personajes, asegura: "El amor es un nombre del sexo".
Ninguna otra cosa. Así de simple, sin más tapujos, sin más cosméticos. La gimnasia reproductiva como dominante idea en los cerebros de unos humanos frágiles que no pueden (por más órganos de sensaciones que se tengan) adaptarse al terrible ritmo que impone una sociedad consumista, empeñada en reproducir el sueño del imperio perfecto. En Blade Runner, esa atmósfera de fracaso, de civilización en quiebre queda tan bien retratada que nos asfixia, nos incomoda con su lluvia perpetua, su anonimato funcional de transeúntes (que incluyen profusas subculturas) que apenas miran a quienes a su lado marchan. Apenas miran en la calle, porque los burdeles han alcanzado el extremo de robots de placer y espectáculos para el morbo.
El mundo ya no es el mismo. El hombre ha avanzado, evolucionado y ahora incluso los misterios de la carne se presentan como la próxima línea a romper, como el siguiente velo a retirar. Por eso, justo por eso, a nadie debería de sorprender el hecho de que la CF, desde principios de la década de los 50's iniciara su misión muy al tono del viejo eslogan de Star Trek: "Ir valientemente a donde el hombre no ha ido jamás".
La frontera del mar fue cruzada, la de la familia nuclear, la del concepto de artículos de primera necesidad para pisar las pantanosas aguas del consumismo extremo y ahí establecer de manera definitiva la colonia total, la ciudad extensa, la megalópolis que a todos llama con su canto de sirena que clama, publicita una mejor vida. La única digna de vivirse. La única optable.
En la ciudad, la carne ya no pertenece a una sola raza, ahora es polivalente, ahora incluye muestrarios que abarcan el globo entero, la visión misma que los mass media se han encargado de construir.
La carne no es aburrida porque ya es múltiple aunque la ley siga exigiendo monogamia, aunque la salud clame cuidados de frente a posibles pandemias.
La carne ya no sólo, además, está basada en carbono. Ahora incluye plásticos, metal, silicón, pixeles. El hombre ha estirado la membrana del concepto del deseo, del concepto mismo del sexo, sin conseguir atravesarlo. Y ese sólo hecho, esa falta de comprensión, lo hace volver a la fragilidad y la desesperanza.
La CF, por supuesto, advirtió antes todas las posibles anomalías que el juego de hacerse pasar por un dios, traería como consecuencia. Somos los constructores de un mundo asfixiado. Los detentadores de un poder vacío que sólo busca verdadero poder.
La CF no es una mera corriente literaria, mucho menos un subgénero. La CF es una forma de observar la vida. Es una manera de responder al lenguaje ciego del mundo mismo.
Desprenderse de los paliativos, los juguetes que simulan vida, no es una tarea sencilla. Es una labor titánica a contracorriente. Una que la CF realiza en labor de hormiga. De a poco. Pedazo a pedazo, sin otras espectacularidades que las de sus escenarios hipertrofiados para hacer evidente al lector la problemática terrible que nos aqueja.
Somos los hombres negativos que afirman: no hay forma de cambiar el mundo, siempre habrá clases sociales, siempre alguien que quiera aplastarte. Siempre una ola que vuelque nuestro navío. Siempre, siempre, como letanía del descontento.
Una que repudia la CF. La CF es un canto de vida. Es un grito en el vacío que, sin embargo, produce, genera y generará ecos.
La CF sólo ha cumplido su tarea de plena contemporaneidad. Lo hizo en los 50's y 60's con el sexo. Lo hace ahora, explorando en esa ilusoria línea que separa al viejo siglo donde naciera, que separa a un milenio mismo y nos entrega esta pérdida, esta desorientada visión del Homo Videns, del Homo Virtualis, del hombre que ya no reconoce patria, religión, ni grandes ideales.
Quizá por ello se hace tan urgente, tan fundamental volver a aquel ánimo de investigación que derribara tabúes sexuales y de todo tipo.
Si la CF ha de sobrevivir la llegada de esta nueva edad media en que todo circula, fluctúa alrededor de lo digital, entonces su tarea deberá ser la de derribar de nueva cuenta esos tabúes que nos mantienen atados, encadenados, anclados a la bahía tranquila de lo emulativo, lo falso, lo ilusorio en que se ha transformado nuestro mundo en esta amalgama de falsos ideales de progreso, falso racionalismo, falsa libertad.