La Antepenúltima Verdad
Artículos y Ensayos

7.2.09

La Muerte De La Vida Tal Como La Conocemos (I)

©2009, Carlos Alberto Limón |

Es buen tiempo para los buitres.
Una buena temporada para vivir de la carroña y el despojo. Un excelente pretexto para existir, intelectualmente hablando, en la podredumbre de la conformidad, del “día con día”, en el estrecho (estrechísimo) marco de visión al que nos tienen sujetos el marketing-de-todo y la televisión, por muy flat y de 50" que tenga la pantalla.
A últimas fechas se ha puesto de moda la muerte. La muerte de las ideologías, la muerte de la historia, la muerte de la literatura, la muerte de la economía y de sus sistemas, la de internet, la de los chats, la de los blogs, de la música, del sexo, de la ciencia y de la ciencia ficción; incluso, si me permiten ser solemne, la muerte del taco con manteca y sal.
En fin, la muerte de todo. Y con esto no me refiero a las posturas neo-neo-neorománticas o nihilistas derivadas del dark y el punk que tanto gustan a los adolescentes, ávidos de individualidad, buscando los mecanismos que legitiman su conducta para formar su personalidad adulta a futuro. No, lo que se nota es un desencanto general, un agotamiento de fórmulas y estilos, una opacidad en la forma de vivir, de sentir, de disfrutar… vamos, pues, de crear. Y es una condición que afecta a todos por igual, sin importar clase social, raza, sexo, preferencia, país de origen o grado de desarrollo de éste. Es como si viéramos por primera vez en muchos siglos nuestra condición de animales (a secas) desnuda, brutal, cruda, sin condimentos. Nada más. Que después de todo somos otro ecosistema más, dispuestos a comer o ser comidos, a reproducirse lo más posible, ocupando el nicho más alto en el trayecto de la vida; pasajera y veloz, eso sí. Y quedarse ahí lo más posible, para salir sólo con los tenis por delante.
Como un prototipo de juegos de VR.
Es cierto, se me responderá que era necesario (justo y necesario, diría) deshacernos de las ideologías, de dogmas, de creencias y religiones, de todo ese ropaje andrajoso, lleno de pulgas mentales y piojos espirituales con el que se nos tenía prisioneros. Es cierto, estuve ahí para pedirlo también. Lo que no pedimos (y no supimos ver) es esta desazón que ahora invade las nuevas generaciones y emponzoña a las precedentes.
Es mundial. Pero no es eterna ni irreversible esta condición.
Una condición que inició con el fenómeno económico (en un principio) denominado globalización en la década de los setenta; un fenómeno que finalmente se extendería a las demás esperas del conocimiento, incluyendo la política, así como la artística. Una condición de la existencia que, a falta de un mejor denominativo, describe y resume Jean-Françoise Lyotard en su contundente La Condición Postmoderna desde el aspecto epistemológico y discursivo.
No se puede decir que este sea el mejor ni el más fácil ejemplo para mostrar lo árido que se volvió el mundo a partir de los años ochenta, con el surgimiento de la tecnocracia y su miríada de acólitos “tecnoides” con estupideces tan carentes de sentido, fuera del contexto industrial como “la calidad total” o el “just in time”, que trataron de trasplantar a todos los ámbitos de la vida (en muchas sociedades no precisamente industrializadas también) con calzador la mayoría de las veces. Una opción que muchos vieron con espíritu esperanzador ante el declive de las “grandes” ideologías rectoras y sus sistemas político-económicos representativos que dominaron gran parte de la segunda mitad del siglo XX, con el fin de los estados-nación como rectores de sus economías y sociedades a las que representaban.
Un panorama nuevamente resumido con acierto por Francis Fukuyama en su controvertido El Fin de la Historia, a principios de la década de los noventa, pero que dejó, a final de cuentas, más desencanto para quienes no vieron las posibles opciones que pudieran surgir de este “interminable reparar técnico” que sería nuestro mundo a partir del fin de la Historia (así, con mayúscula). Sólo nos quedó un mosaico de historias locales, creencias exóticas de varia naturaleza y religiones oficiales compartiendo espacio, poses más que posturas políticas, moda y consumismo “fast track” mezclados sin orden ni dirección; individuos-mundo en un “aleatorio movimiento browniano”, señalado no sin cierta ironía por Jean Baudrillard en su A la Sombra de las Mayorías Silenciosas. Mezclas, ideologías “moda” y falso sentimiento de libertad total , sólo “tutorados” por la técnica, el industrialismo globalizador rapaz, los mass media (que educan no educando), así como por una “sociedad del conocimiento”, que no termina de cuajar en ningún lado que no sea el monetario, es lo que tuvimos como resultado de casi veinte años de caída libre en un informe tablero neodarwinista de este híbrido de fin-inicio de siglo-milenio.
Donde todo no está completamente vivo, pero tampoco parece haber muerto para descomponerse y, con ese humus, ese sustrato, dejar que surja algo nuevo. Es, para horror de los cristianos, el crepúsculo, el purgatorio perpetuo, peor quizá que el mismo infierno. Y si bien no nos hemos enfrentado a la nada, en su calidad de singularidad desnuda, la vemos representada como una serie de brotes de personalidades-ideologías-modas de efecto y naturaleza efímera, que surgen extinguiéndose prácticamente todos los días; excrecencias sustentadas en un sólido monetarismo, un consumismo inagotable, un capitalismo caníbal omnipresente y un torrente de conocimientos e información sin origen ni dirección. Todo esto, al mismo tiempo, sostenido por una in-mensa mayoría de oprimidos, de tristes silenciosos y jodidos que no tenemos otra opción que tener un “trabajo decente” (o algo que se le parezca) para no morir de hambre o, mejor para ellos, simple y sencillamente, morir.

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