La Antepenúltima Verdad
Artículos y Ensayos

7.10.10

Distintos modelos (de un mismo reloj)

©2010, Carlos A Limón |
Recuerdos de Juan Hernández Luna tengo en la memoria sólo algunos, limitados, escuetos, como cuentas de un ábaco que nadie sabe para qué sirven, quizá sólo para que la muerte llegue lenta, distrayéndose, sin hacer ruido.

Tengo uno, hace ya muchos (realmente hartos) años, cuando lo conocí. Fue un saludo seco pero bien intencionado, amable; tuvimos una plática breve con la que se abrió la posibilidad del futuro de una amistad. Aunque debo reconocer que lo mío no es ese rubro. Soy malo para conservar las amistades, pero soy peor para iniciarlas.

Otro que acude a mi marchita memoria es una visita a la redacción de El Sol de Puebla, en la que trabajaba no recuerdo si como reportero o como corrector; en fin, otra visita breve pero siempre llena de comentarios afilados, de risas francas y una que otra grosería prometiendo más todavía.


Tampoco tengo claro cuándo Juan retornó de nueva cuenta al Distrito Federal, si antes o después de su primer gran hit, Tabaco para el puma.

Sin embargo, el recuerdo más lúcido que tengo de él fue un día olvidado de 1998, durante la presentación de la antología Silicio en la Memoria, la primera antología ciberpunk mexicana recopilada por el buen Gerardo H. Porcayo. La única, creo; bueno, por lo menos, la mejor.

La presentación fue en una sala de Casa Lamm durante la noche. Fue, aún vista a la distancia, inolvidable debido a varios factores que no viene al caso mencionar. Sin embargo, fue un momento estelar por lo inédito de la situación, incluso para el reducido mundillo cienciaficcionero, pues parecía confirmar que más temprano que tarde se rompería esa barrera discriminatoria respecto a editoriales no especializadas que dieran cabida a la publicación de obras de “subliteratura”.

Recuerdo que conversamos, reímos, intercambiamos puntos de vista, “chuleamos” nuestros cuentos, incluso llegamos a estampar algunos autógrafos, pero sobre todo fue una gran sinergia la obtenida esa noche, producto de una banda integrada por personas tan disímbolas y de gustos tan dispares.

Y hasta aquí los recuerdos (viejos y ajados, como álbumes de fotografías) de Juan Hernández Luna, Un amigo lejano, tal vez distante, pero un gran amigo que siempre recuperabas a través de sus novelas y cuentos.

Sin embargo, siempre destacaba su rostro anguloso, delgado y con un tono de piel algo cetrino. Las veces que lo encontré ese era el “leitmotiv” fisiológico de Hernández Luna. Aunque entonces no sabía si tenía algún padecimiento, tal vez ése que finalmente lo llevara a la muerte.

Esto me hace reflexionar sobre ese misterio que tenemos grabado en lo más profundo del código genético que apenas comenzamos a desvelar, no digamos entender y manejar; ese misterio que nos hace ir más rápido o más lento por ese camino, ese río, ese auto —o cualquier otra metáfora que les apetezca usar— que es la vida.

Cierto. Algunos van más rápido, escriben más rápido y publican más rápido que otros, impulsados por un resorte que no saben a ciencia cierta qué es, pero que intuyen y aceptan con lúgubre resignación.
Es curioso, Juan apenas comenzaba a disfrutar los frutos de su siembra literaria; es cierto, su producción llegaba con facilidad a la media docena de libros, pero con Yodo, Quizá otros labios, Tabaco para el puma y Cadáver de ciudad apenas se vislumbraba la verdadera madurez que su producción literaria prometía a futuro (no el talento, porque con eso se nace). Era la culminación de esa etapa de “ensayo y error”, cuando dejas de experimentar mientras el pulso para escribir se hace fuerte, cuando las ideas se vuelven moscas que revolotean todos los días a todas horas, cuando las historias rebasan la cuartilla y los personajes se despegan de las hojas para anidar en las mentes. Vamos, pues, cuando puedes vestir el traje sin que te incomode, te moleste, te apene o te engañe frente al espejo mientras se marea el ego. Pero antes de que, supongo, diera el siguiente paso el reloj terminó de contar las horas. Su modelo dejó de marcar el tiempo.

Incluso todavía me di una vuelta, apenas escasas horas de que se anunciara su deceso (en ese hintertime, en esa lata de Schödinger, en el que un rumor se transforma en una certeza) me di la vuelta por el blog colectivo Diez Negritos y su última anotación no anunciaba nada especial, no llevaba ninguna clave secreta ni evidente que anunciara su muerte, como si al día siguiente o en unos pocos más continuaría su escritura.

Pasa con muchos escritores. El más reciente de los breves que recuerdo es Roberto Bolaño.

Y así sucede. Algunos van más rápido, mientras otros (con tufo a perogrullada) vamos más lento.

Sí. Hace unos ocho años dejé de escribir, me retiré para formar una familia, para cuidar a una hija, para cuidarla como no hicieron conmigo; renuncié a una revista y a un periódico, tiré una máquina de escribir portátil, empaqué una laptop y dejé de soñar. Fui hacia atrás, deshaciendo un camino para iniciar otro. O traté de hacerlo.

Traigo a colación esto porque recuerdo una ocasión que una ex novia que era “media bruja” me leyó la mano; me dijo que viviría muchos años. Me reí mucho y me la llevé a la cama; me dijo otras cosas, pero eso no importa. Años después una amiga reportera, mientras cubríamos una gira de trabajo del gobernador en turno, en el camión en el que viajábamos de regreso a Puebla también volvió a leerme la mano con el mismo resultado; sonreí amable pero no me la llevé a la cama. Y, finalmente, una tercera persona por casualidad me volvió a leer la mano y, sí, me dijo que viviría muchos años.

Ya no sonreí.

En fin, lo digo porque la vida de algunos (no sólo escritores) es rápida, breve, intensa pero la de otros es lenta, pausada, dolorosa.

Y no sé qué sea mejor.

No importa, a final de cuentas, con diferentes modelos, de diferentes carátulas, de diferentes marcas, el reloj es el mismo. Siempre el mismo.

Descansa en paz, Juan.

Al rato nos vemos.

Ciudad de Puebla. 19/07/2010

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